16 diciembre de 2007
Hoy me he levantado mal. No he ido a la excursión del Burgo de Sergiev, fuera de Moscú. Anoche no llamé a quien tenía intención, más que nada, porque alguien no quiere que funcione mi móvil en esta capital del mundo. Decidí compartir algunos momentos con mis internacionales compañeros. Confesar cómo habíamos venido a parar hasta aquí, beber, cantar canciones rusas (alguno se sabe hasta el himno de la Federación Rusa), beber, desvariar, comer porquerías, beber y… hoy lamentarse. Debí recordar que hoy salíamos de Moscú y no cometer excesos, pero es que ya me estoy haciendo mayor y cada vez más inmaduro. Si no sé beber alcohol. ¿Por qué bebo?
He de cuidarme. La señora de la limpieza de las habitaciones me sugiere que beba cerveza y me coma un pepino. Claro, qué me va a decir si es rusa. Los del restaurante me han subido un té con mala leche y sin limón. Me lo beberé con un poco de escarmiento y le daré vueltas a ver si a la tarde (pero, ¡por Dios, si ya ha anochecido!) pudiera embutirme el traje nuevo para ir al teatro Bolshoi. Debo ir aunque esté agonizando.
Tomaré una ducha, un paseo, algo de bebida excitante como solía decirme el doctor Zapatero, un pariente del que ahora tenemos presidiendo el gobierno español: “que beba Coca-cola agua con gas y ¡hala!”. Nada como los sanos remedios caseros. Nunca creí que se me haría tan eterno cambiar unos euros y comprarme una Pepsi.
¡Qué maravilla el teatro Bolshoi! A pesar de que no fuera el teatro habitual por estar éste siendo restaurado, estar en aquel enorme salón de indescriptible belleza ha sido toda una experiencia. Allí parecía estar entre la élite de la sociedad y no solo de la rusa sino también mundial, pues se oían voces de varias nacionalidades en el hall de entrada al término de la ópera “La Novia del Zar” de Rimski-Korsakov.
La puesta en escena ha sido simplemente genial, perfecta, como un cuadro vivo de Vasnetsov o de Repin que lucen en la galería Tretiakov. Cada uno en su sitio y con una perfecta combinación de colores y sensación de profundidad y realidad. Simplemente inolvidable.
Para mi desgracia, la ópera no es mi género favorito, aunque en situaciones como esta, qué diablos, la he disfrutado como nunca.
Recuerdo las dos o tres otras veces que fui a la ópera, y digo esto porque únicamente recuerdo eso: que fui a la ópera. El resto del tiempo debí de entrar en un estado de sopor que no me permitió apreciar la magnificencia de las voces y de las interpretaciones de los artistas que se esmeraban profesionalmente por cautivarme y no lo consiguieron. Gershwin con su “Summertime” hizo lo que pudo para mantenerme despierto. Esta vez, no obstante, se ha manifestado un milagro: ¡la he visto entera, e incluso la he disfrutado! (a la espectadora que tenía al lado no le ha hecho falta darme ningún codazo para evitarme la vergüenza de ser visto dormitando al encenderse las luces de entreactos).
Estoy agotado. Me voy a dormir. Quizá sueñe que soy Gregory y que estoy vestido con aquellos largos caftanes en una lujosa casa medieval de la época de Iván el Cruel como las que había en la ópera.
17 diciembre de 2007
Hoy ha venido Valera, tras una noche “cruel” esperando su llegada, y sanando mi estómago y entrañas del día anterior, no he pegado ojo. Valera es mi cuñado que viene de Bielorrusia con un montón de regalos, y en lugar de hacer la excursión en metro con el grupo la he hecho con él. Su sola presencia hace un poco más grande esta privilegiada experiencia. Se ha hecho cientos de kilómetros para venir a verme. Todo él es imponente, Eslavo, maestro de la tranquilidad y de la sabiduría de la vida rusa, y, en definitiva, una persona con la que puedo sentirme seguro en Moscú, vaya a donde vaya.
Aunque he de reconocer que la excursión con él no ha sido tan completa como la del grupo, en lo que se refiere a curiosidades arquitectónicas, admito que he podido ver otras cosas de Moscú que no hubiera visto de otro modo.
En el VDNJa que le llaman en ruso por las siglas, solía ser como una exhibición de curiosidades del mundo agrícola, y ahora está ocupado por tiendas de pequeños comerciantes. Es un mercado donde se puede encontrar todo lo que a uno le pueda interesar. Allí se vende casi todo (y digo casi todo porque los comerciantes, muchos de ellos inmigrantes de países surorientales, hacen virguerías para sacar beneficios). Curiosamente mi cuñado se fijó un par de veces en el ruso que dominaban aquellos vendedores de origen bengalí, y con cierta sorna aludía preguntándome:”Caray, Cristian, cómo hablan estos el ruso, ¿crees que se podrían llevar un premio como el tuyo?”
Se me ha hecho placentero poder ir como cualquier moscovita en el metropolitano, pagando mi propio billete y corriendo escaleras abajo como si tal cosa, entrando en el tren y esperando la próxima estación, e imaginaba que eso es lo que haría si viviera en Moscú y tuviera que trasladarme a casa o al trabajo. Un poco profundo para mi tensión, diría yo, y algo peligroso si alguien cayera desde arriba produciendo un efecto dominó.
Pero uno acaba haciéndose a todo. Me hago constantemente esta pregunta: ¿sabría moverme en metro por Moscú, o me perdería entre tantos nombres de estaciones?
Si fuera preciso encontraría la manera de llegar a mi destino. Se supone que para algo he estudiado ruso, a parte de saber declinar genitivos e instrumentales. Aunque aquí lo que me haría falta es un buen control del locativo. Las largas y profundas escaleras de al menos cinco minutos de bajada, con cartelitos enmarcados a ambos lados de las escaleras me recuerdan un tanto al estilo londinense. Al salir de la estación de Mayakovski he echado de menos los tornos de salida, o puertas, o siquiera el uso del billete que en Madrid, y más aún en las nuevas zonas sur y norte de nuestro metro, hay que usar como único medio de salida. Veo que nos tienen más controlados.
La sesión de la tarde ha sido muy especial. En el edificio del Centro Ruso de Ciencias y Cultura Internacional, que organiza el concurso de ensayo y composición por el que nos hemos reunido todos los ganadores de los distintos países, nos han recibido de una forma muy honorable. Con una recepción muy detallista: al entrar hemos visto que habían puesto en un tablón los extractos que les había parecido más significativos de nuestras composiciones. Cada uno mirábamos las nuestras, las releíamos con una atención especial. Como si estuviéramos en la sala de neonatos de un hospital, y observáramos como padres a nuestros bebés recién nacidos y a los de los demás: “el tuyo ha salido con una estructura interesante… y el tuyo tiene un tono muy convincente, se ve que ha salido a ti..." Con tales caras de orgullo de padres primerizos con la baba cayendo, que más de uno hubiera sentido cierto embarazo al sacarnos de nuestro embeleso. Las banderitas que descansaban sobre la mesa situada bajo dichas composiciones lucían los colores de los distintos países allí reunidos y cada uno intentaba averiguar de cuál país era cuál. A la mayoría se le ve un poco pez en cuestión de colores de banderas asiáticas.
El diploma que lucía anónimo entre todas las expresiones escritas era como el médico del parto que nos miraba con aire de felicitación y de complicidad como congratulándonos por nuestro logro.
A lo largo de un pasillo que nos llevaba hasta la sala donde se celebró la ceremonia lucían colgados a ambos lados retratos y fotografías de todos los escritores de la literatura rusa que conozco y también de los que no he leído nunca. Había rostros a los que no asociaba sus nombres porque solo los había leído pero nunca visto.
La ceremonia en nuestro honor fue de lo más enaltecedora, lo cual me hizo sentir (supongo que como al resto) muy honrado de volver a recibir un diploma de reconocimiento, igual al que colgaba en el tablón rodeado de nuestras composiciones pero con mi largo nombre en cirílico en el centro, delicadamente enmarcado, de manos de gente de gran peso en el mundo de la filología.
Evidentemente, dicho diploma irá directo a la pared de mi despacho para que cada vez que lo mire no me olvide de lo lejos que he podido llegar alguna vez con el ruso, lo que también deberá recordarme que es una señal de que todo esto no puede quedar en un precioso papel con la dorada águila bicéfala del escudo ruso, que imprime tanta relevancia.
18 diciembre 2007
Pues esto es todo. Como suele decirse vulgarmente: “se acabó lo que se daba”. Aquí ha terminado una grande e inolvidable semana de nuevas emociones, de nuevas amistades, de privilegios, de excursiones para turistas, y de un trozo de vida en un paréntesis del día a día en Madrid, en una dimensión muy distinta, en un horario distinto al que vivo normalmente.
Si dudan de si existen los viajes en otras dimensiones esto es lo más parecido que se puede entender en una ciudad de noches largas y días oscuros (quizá sea la luz del sol lo que más haya extrañado sin darme cuenta), en una parte alejada de los problemas de los terroristas vascos, de las discusiones entre Rajoy y Zapatero, y bastante más allá de lo que los de la Unión Europea de occidente han conseguido llegar; en esa terra incognita e inaccesible que llamaban los del imperio romano y que siempre ha sido motivo de asombro y misterio para los ojos del extranjero hasta hoy día. Asombro del caos en este orden arquitectónico contemplado por sus ilustres estatuas congeladas que, de no estarlo, se llevarían las manos a la cabeza y gritarían diciendo: “¡Dios Santo, qué será lo próximo!”
Por lo que parece solo he llegado a conocer una ínfima parte de esta vieja ciudad, de lo que verdaderamente implica vivir en la “Tercera Roma” donde algunos superviven, y el resto vive o sobrevive adorando a sus dioses y diosas del arte, de la literatura y de la historia pero que, paradójicamente, también adoran a un solo Dios. Aquel que Vladimir el Santo obligó al pueblo de la Rus a aceptar a fines del siglo X, o el que el nuevo Vladimir de primeros del siglo veintiuno les permite que adoren por una Rusia moderna y ortodoxa. O también aquel otro que, reluciente y de color naranja fosforito, yace aún en su propia urna de cristal en el mausoleo de la Plaza Roja.
He echado de menos la Rusia profunda. La de reuniones junto a la chimenea donde se cuecen blinis. La de las viejas con pañuelo que hablan con la sabiduría de un aldeano revelando proverbios cada dos vocablos, y ríen mostrando los pocos dientes de oro que les quedan. Al rudo muzhik que sabe dar conversación mientras está atareado, o mientras se sienta a echar un trago de aguardiente o de lo que sea que lleve alcohol; el aire de la naturaleza rusa, de los campos de trigo segados sin postes de cables de televisión o polígonos industriales; de bosques de abedules, y anchos ríos; el canto del gallo que suena cuando a él le da la gana y que después deja oír el completo silencio que huele y sabe a paz y a ignorancia de lo que pasa lejos de allí; el cielo que te deja ver las estrellas y pensar; cantar canciones de esas que te dejan bien el alma.
Y ahora que menciono lo de quedarse con el alma tranquila, el acto de clausura de hoy me ha dejado algo vacío. Supongo que esperaba a Putin y me he tenido que conformar con alguien más. Él habría sabido darle ese punto especial al evento que hubiera subido el nivel de esta aventura para privilegiados hasta hacerme sentir parte de la élite rusa. Yo habría salido entusiasmado a darle la mano y decirle por lo bajini que es un machote y que así se hace. Pero ¡caray! no me puedo quejar. Allí estaba la élite aunque no conociera a nadie. Y como dice el proverbio:”a caballo regalado no le mires el diente”. De modo que me puedo dar con un canto en los dientes y me reservo el recuerdo de nuestra última cena.
De haberme dicho que habría que dar un pequeño discursillo, me lo habría preparado. ¿Qué es eso de improvisar?
He hecho un brindis por el amor. Por el de mis “ojos azules” que me han traído hasta aquí. “Que todos nos amemos unos a otros” he dicho. Muy cristiano. Ni Jesucristo lo hubiera dicho tan bien en ruso. Pero le faltaba ese discurso bien estructurado, pensado en pocos minutos, pero que le sale a los rusos como churros y tan natural debido a la práctica que vienen mamando desde que son pequeños y les endiñan el vaso en la manita. Con esa chispa que saben darle, un dicho por aquí, un proverbio por allá y ¡zas! brindis bordado que te crió.
Tomaré lecciones específicas de cómo salir bien del paso, para aprender ese saber decir que a mi me falta. Porque yo he de reconocer que me voy por las ramas, y acabo por no saber cuál era mi propósito Sería incluso buena idea incluir esta práctica en los manuales de ruso, o en las clases de práctica oral. Eso sí, sin faltar los condimentos, y el aqua vita.
No me he despedido formalmente esta noche al llegar al hotel. No he podido. Pocos lo han hecho, pensando que se cumplirá nuestro propósito de volvernos a encontrar por algún otro medio.
Mañana regreso por la tarde. Detesto las despedidas. Quizá me vaya sin decir adiós o quizá me tome una última e inevitable ensalada de tomates y pimiento con queso junto a algún privilegiado que marche a la misma hora que yo antes de que se separen nuestros caminos. Por si hubiera algún cabo que quedara sin atar, por si hubiera un hasta pronto.